viernes, 4 de septiembre de 2009

Dulce agonía

A Soledad no le gusta salir de su casa cuando “todavía es de noche”. A las cuatro de la mañana le es muy difícil dejar sus sábanas calientitas. Todavía se siente adormitada cuando su mamá la viste y le pone un pesado abrigo encima. La gorra de lana que cubre su cabeza le provoca picazón en las orejas, pero si se la quita, es muy probable que reciba un horrible reclamo. Así que, se aguanta para evitarse el mal rato.

Ambas salen hacia la calle, mientras todos los vecinos duermen.

A medida que va despabilándose, Soledad se da cuenta que la ciudad es demasiado silenciosa. Lo único que escucha es el tac-tac de sus zapatos de charol y el chispeo de los gigantescos faroles amarillos que se esfuerzan infructuosamente por iluminar las aceras. Por momentos, la asusta su propia sombra, que se refleja en las viejas paredes de las casas.

Aprieta la mano de su mamá con fuerza. Le espantan esos recovecos oscuros que van dejando atrás.

Un par de ratas corren de una alcantarilla a otra e interrumpen el paso de Soledad. Se abraza, afligida, a la pierna de su mamá. Ya no sabe si la piel de gallina se la produce ese sucio roedor que desfila frente a sus ojos o la comezón de la gorra de lana que no la deja tranquila.

Igual de aterradores le parecen un par de bultos que se mueven en la acera. Su miedo crece cuando su mamá la aparta bruscamente de ellos y la lleva hacia la mitad de la calle. “Son dos vagabundos”, le dice, pero Soledad no entiende lo que eso significa. A lo lejos alcanza a observar que son dos personas cobijadas debajo de unos cartones y que en lugar de almohadas, usan unos zapatos rotos.

Su mamá apresura el paso, al que se acopla la pequeña con algunos tropiezos. Casi corre en lugar de andar.

De repente, al eco de sus pasitos se le suma el sonido de otros, más pesados, más lentos. Soledad se inquieta y voltea a ver a todos lados, hasta que logra ubicar a una sombra que se aproxima detrás de ella. No se tranquiliza hasta que le pone nariz, ojos y boca al fantasma. Resulta ser el panadero, según dijo su madre. “Va a abrir su negocio”.

Esa distancia entre su cama y la estación del bus es espeluznante, eterna. Afortunadamente eso significa que va de camino a donde su abuela, quien vive lejos de la ciudad.

Una cuadra antes de llegar, se escucha la bocina del bus. A Soledad le dan ganas de correr para poder refugiarse de inmediato en cualquier sillón que le prometa transportarla a donde todo es más alegre y bonito.

Ya en la estación, aún faltan unos minutos de agonía: la pequeña se ve obligada a hacerse paso entre una multitud desordenada de adultos que intentan subir a la camioneta al mismo tiempo que ella. Nunca entenderá cómo tanta gente está despierta a esa hora.

Para evitar el tumulto, su mamá la sube a sus brazos y la mete al bus por una ventanilla. Le dice que no permita que nadie se siente con ella y desaparece entre la gente. A la par de la niña pasan señoras regordetas que le rozan la cara con sus delantales húmedos. Le golpean su cabeza, hombres con olor a sudor y tierra. La asusta un anciano de cara arrugada que apenas tiene fuerzas para subir su maleta al compartimiento. A Soledad se le nublan los ojos. Se limpia la nariz con el brazo derecho.

Minutos más tarde, ve subir a su mamá por la puerta del bus. La pequeña se pone de pie y ondea su mano sin parar hasta que por fin, su madre llega al sillón y se sienta a la par de ella. Soledad la abraza desesperadamente. Entonces, le quita la gorra de lana y le limpia su carita con ternura.
La niña suspira aliviada y sonríe al recordar que van a casa de su abuela. La idea de sentarse en su regazo, columpiarse en el palo de naranjas y correr hacia el río, la hacen olvidarse de esa tortuosa caminata hacia el bus.

Ahora puede retomar aquel sueño que dejó en su cama porque bastará un pestañazo para estar en un lugar que le asegura que todo estará bien, que la oscuridad se habrá terminado y que el sol está listo para acompañarla en sus juegos y travesuras.

Sólo espera que no se les ocurra a todos esos desconocidos que subieron al bus, ir también a la casa de su abuela. Ella quiere ser la única que le provoque carcajadas y la única en recibir la deliciosa melcocha vespertina.





Este cuento fue publicado en La Revista del Diario de Centroamérica de hoy.

5 comentarios:

Jorge Rodríguez dijo...

me gustó!!

Allan Martínez dijo...

Felicitaciones. Está bonito el cuento.

Magacin dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Amarillo dijo...

Bonito cuento! :)

Seletenango dijo...

E-e-e-e-ee-e-e-e-e-e!