viernes, 18 de septiembre de 2009

Un día casi perfecto*

Por fin Justiniano consiguió su camión, ese vehículo pesado y enorme que lo conduciría a “un futuro mejor”. Aquel sábado por la mañana estaba determinado a mostrárselo a todo el pueblo. Quería presumir el resultado de su arduo trabajo y su doloroso ahorro, pero también quería circular por las estrechas calles con esa brillante y amarilla sonrisa que sólo los dientes de oro y el tabaco podían asegurarle. Ya lo decía el adhesivo del vidrio frontal: “Se sufre, pero se goza”.

Se rasuró la escasa barba, se perfumó por primera vez en muchos años y se puso sus mejores botas. Era muy probable que -ahora sí- Juana lo volteara a ver, o al menos, que se acercara a reconocer el “lujo de camión” que había conseguido.

Subió con dificultad a la cabina delantera, colgó orgulloso su crucifijo fluorescente en el retrovisor y arrancó el motor. Inmediatamente empezó a sonar el caset que había dejado en play. Tocó la bocina al ritmo de su ranchera favorita y aceleró en dirección de la plaza central. La polvareda asustó a las gallinas que cruzaban el camino y a su madre, quien salió corriendo hacia la puerta a gritarle que tuviera cuidado, por favor.

Mientras Justiniano se aferraba del timón, las trompetas de aquella canción mexicana le sonaban gloriosas. Tenía ganas de taconear, pero sabía que si quitaba el pie derecho del pedal de gasolina, disminuiría la velocidad de sus ilusiones.

Los vecinos empezaron a salir de sus casas ante tal algarabía. Al identificar el rostro del joven conductor, se sonrieron y saludaron, en señal de felicitación. Los perros ladraron a las imponentes llantas, corriendo junto a ellas como enloquecidos.

¡Ajúa!, gritó Justiniano y agitó su sombrero fuera de la ventanilla.

Al verlo, varios niños corrieron detrás del camión. Por alguna razón inexplicable eran atraídos a él como a un imán. Un par de ellos lograron colgarse de las cadenas que amarraban la puerta trasera, aún con el vehículo en marcha. El hijo de doña Fide, la de la ferretería, repetía los ¡Ajúa! en tono burlón, mientras los demás reían a carcajadas y lanzaban piedrecitas a esos pequeños “monos” que se balanceaban.

Justiniano apenas podía ver lo que estaba sucediendo a través de los espejos laterales. Por eso no fue cuidadoso al frenar cuando se le atravesó uno de los perros. Los niños, por inercia, chocaron contra la puerta trasera del camión. Quienes se golpearon levemente, seguían riéndose, no sólo del incidente sino también de la manera en que el hijo de doña Fide perdía el control de las cadenas. Unos pocos lagrimearon y optaron por no continuar. Hubo uno que gritó de esas palabrotas que su papá dice cuando se enoja.

A dos cuadras de llegar a la plaza, se unieron a la comparsa, tres amigos del orgulloso chofer, quienes se subieron en ambas puertas del camión. El ambiente que los rodeaba era tan festivo que decidieron subirse al techo de la cabina.

Doña Fide salió a la puerta de su negocio al escuchar el festejo con ruedas. Observó el momento justo en el que los “grandes” subían al camión. Secó el sudor de su frente, puso sus manos en la cintura y automáticamente frunció el ceño.

Justiniano, mientras tanto, subió el volumen de la música. Nunca había sido tan feliz como en ese momento. Esperaba ansiosamente que Juana saliera a su paso, le guiñara un ojo y subiera con él. Imaginaba que la llevaría a la ciudad, la invitaría a comer, le ayudaría a bajar como lo hacen con las reinas de la feria y cortaría una flor para colgarla en su pelo. La besaría. Con eso podía decir que había tenido un día perfecto.

Absorto en sus fantasías, no recordó que las casas que rodean el área central del pueblo, ya tienen electricidad y que, por lo tanto, los cables de alta tensión cuelgan a una altura no muy lejana de los techos de los camiones.

Al pasar por la casa de las monjas, antes de llegar a la iglesia, los tres muchachos de arriba -quienes cantaban a todo pulmón las canciones rancheras e invitaban a los niños a seguir corriendo tras el camión- chocaron sus cabezas con una de esas cuerdas eléctricas que acababa de instalar la municipalidad.

Los tres cayeron al suelo.

Doña Fide fue la primera en correr, exclamando todos los sinónimos de “bruto” que el susto le facilitó. La siguieron los niños, en parte divertidos y en parte, asustados.

“¡Llamen a las monjas, llamen a las enfermeras!, gritó doña Fide.

Uno de los niños se encargó de eso, mientras Justiniano bajaba del camión con el corazón en la boca. Estaba pálido y débil. La imagen de sus tres amigos en el suelo le generó un leve zumbido en los tímpanos. Empezó a ver puntitos negros. A lo lejos, escuchó que el motor del camión seguía encendido y que también seguía sonando la música ranchera del caset.

Cuando la última canción del Lado A estaba a punto de terminar, la voz de uno de sus amigos lo regresó a la realidad: “ese tu camión está muy grandote”.

Todos los que rodeaban a los tres cuerpos rieron a carcajadas, menos Justiniano, quien cayó al suelo, presa de un desmayo.

*Cuento

1 comentario:

Seletenango dijo...

Me llego al corazon!, mucho, mucho!, pobre justiniano, por poquito pensé que los 3 ptojos se habían electrocutado o algo así, ya mis nervios estan un poco a flor de piel, pero cuando supe el final sentí lo que habría sentido Justiniano!, talvez juana lo llegó a levantar y lo despertó con un besito...jejeje :P