miércoles, 23 de septiembre de 2009

Miércoles Aipoderos

Nunca pensé que mi ipod se hiciera famoso. Hoy por la noche le daré "play" en el Bar Central del Excéntrico (7a. avenida de la zona uno, frente al edificio de Telgua).

Como ya me llamaron la atención, hago aquí público mi debut como DJ. Jeje.

Lo único que haré será compartir con quienes lleguen, mi gusto por el trip hop y acid jazz. Oséase Björk, Portishead, St. Germain, Massive Attack, Goldfrapp, Cocorosie, Gotan Project, Faithless, Jamiroquai...

¡En un par de horas nos vemos por allá!


Pintura de Maricar Lavín

viernes, 18 de septiembre de 2009

Un día casi perfecto*

Por fin Justiniano consiguió su camión, ese vehículo pesado y enorme que lo conduciría a “un futuro mejor”. Aquel sábado por la mañana estaba determinado a mostrárselo a todo el pueblo. Quería presumir el resultado de su arduo trabajo y su doloroso ahorro, pero también quería circular por las estrechas calles con esa brillante y amarilla sonrisa que sólo los dientes de oro y el tabaco podían asegurarle. Ya lo decía el adhesivo del vidrio frontal: “Se sufre, pero se goza”.

Se rasuró la escasa barba, se perfumó por primera vez en muchos años y se puso sus mejores botas. Era muy probable que -ahora sí- Juana lo volteara a ver, o al menos, que se acercara a reconocer el “lujo de camión” que había conseguido.

Subió con dificultad a la cabina delantera, colgó orgulloso su crucifijo fluorescente en el retrovisor y arrancó el motor. Inmediatamente empezó a sonar el caset que había dejado en play. Tocó la bocina al ritmo de su ranchera favorita y aceleró en dirección de la plaza central. La polvareda asustó a las gallinas que cruzaban el camino y a su madre, quien salió corriendo hacia la puerta a gritarle que tuviera cuidado, por favor.

Mientras Justiniano se aferraba del timón, las trompetas de aquella canción mexicana le sonaban gloriosas. Tenía ganas de taconear, pero sabía que si quitaba el pie derecho del pedal de gasolina, disminuiría la velocidad de sus ilusiones.

Los vecinos empezaron a salir de sus casas ante tal algarabía. Al identificar el rostro del joven conductor, se sonrieron y saludaron, en señal de felicitación. Los perros ladraron a las imponentes llantas, corriendo junto a ellas como enloquecidos.

¡Ajúa!, gritó Justiniano y agitó su sombrero fuera de la ventanilla.

Al verlo, varios niños corrieron detrás del camión. Por alguna razón inexplicable eran atraídos a él como a un imán. Un par de ellos lograron colgarse de las cadenas que amarraban la puerta trasera, aún con el vehículo en marcha. El hijo de doña Fide, la de la ferretería, repetía los ¡Ajúa! en tono burlón, mientras los demás reían a carcajadas y lanzaban piedrecitas a esos pequeños “monos” que se balanceaban.

Justiniano apenas podía ver lo que estaba sucediendo a través de los espejos laterales. Por eso no fue cuidadoso al frenar cuando se le atravesó uno de los perros. Los niños, por inercia, chocaron contra la puerta trasera del camión. Quienes se golpearon levemente, seguían riéndose, no sólo del incidente sino también de la manera en que el hijo de doña Fide perdía el control de las cadenas. Unos pocos lagrimearon y optaron por no continuar. Hubo uno que gritó de esas palabrotas que su papá dice cuando se enoja.

A dos cuadras de llegar a la plaza, se unieron a la comparsa, tres amigos del orgulloso chofer, quienes se subieron en ambas puertas del camión. El ambiente que los rodeaba era tan festivo que decidieron subirse al techo de la cabina.

Doña Fide salió a la puerta de su negocio al escuchar el festejo con ruedas. Observó el momento justo en el que los “grandes” subían al camión. Secó el sudor de su frente, puso sus manos en la cintura y automáticamente frunció el ceño.

Justiniano, mientras tanto, subió el volumen de la música. Nunca había sido tan feliz como en ese momento. Esperaba ansiosamente que Juana saliera a su paso, le guiñara un ojo y subiera con él. Imaginaba que la llevaría a la ciudad, la invitaría a comer, le ayudaría a bajar como lo hacen con las reinas de la feria y cortaría una flor para colgarla en su pelo. La besaría. Con eso podía decir que había tenido un día perfecto.

Absorto en sus fantasías, no recordó que las casas que rodean el área central del pueblo, ya tienen electricidad y que, por lo tanto, los cables de alta tensión cuelgan a una altura no muy lejana de los techos de los camiones.

Al pasar por la casa de las monjas, antes de llegar a la iglesia, los tres muchachos de arriba -quienes cantaban a todo pulmón las canciones rancheras e invitaban a los niños a seguir corriendo tras el camión- chocaron sus cabezas con una de esas cuerdas eléctricas que acababa de instalar la municipalidad.

Los tres cayeron al suelo.

Doña Fide fue la primera en correr, exclamando todos los sinónimos de “bruto” que el susto le facilitó. La siguieron los niños, en parte divertidos y en parte, asustados.

“¡Llamen a las monjas, llamen a las enfermeras!, gritó doña Fide.

Uno de los niños se encargó de eso, mientras Justiniano bajaba del camión con el corazón en la boca. Estaba pálido y débil. La imagen de sus tres amigos en el suelo le generó un leve zumbido en los tímpanos. Empezó a ver puntitos negros. A lo lejos, escuchó que el motor del camión seguía encendido y que también seguía sonando la música ranchera del caset.

Cuando la última canción del Lado A estaba a punto de terminar, la voz de uno de sus amigos lo regresó a la realidad: “ese tu camión está muy grandote”.

Todos los que rodeaban a los tres cuerpos rieron a carcajadas, menos Justiniano, quien cayó al suelo, presa de un desmayo.

*Cuento

martes, 15 de septiembre de 2009

Makeover, Casita del Bosque, parte 1*



Muchas horas he invertido en ponerle colores vivos a esta casita, para que represente toda mi personalidad.



Demasiados años me había negado a dedicarle tiempo a cualquier vivienda que ocupara.



Poco a poco voy encontrándole utilidad a aquellas cosas que pensaba obsoletas.



Ahora, puedo decir que este espacio es mío.



Apenas el primer nivel está terminado. Ya vendrá la segunda parte.


*Agradezco la colaboración, asesoría y documentación fotográfica de Anita Cristina, Selene, José Luis y el Artista Conceptual.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Dulce agonía

A Soledad no le gusta salir de su casa cuando “todavía es de noche”. A las cuatro de la mañana le es muy difícil dejar sus sábanas calientitas. Todavía se siente adormitada cuando su mamá la viste y le pone un pesado abrigo encima. La gorra de lana que cubre su cabeza le provoca picazón en las orejas, pero si se la quita, es muy probable que reciba un horrible reclamo. Así que, se aguanta para evitarse el mal rato.

Ambas salen hacia la calle, mientras todos los vecinos duermen.

A medida que va despabilándose, Soledad se da cuenta que la ciudad es demasiado silenciosa. Lo único que escucha es el tac-tac de sus zapatos de charol y el chispeo de los gigantescos faroles amarillos que se esfuerzan infructuosamente por iluminar las aceras. Por momentos, la asusta su propia sombra, que se refleja en las viejas paredes de las casas.

Aprieta la mano de su mamá con fuerza. Le espantan esos recovecos oscuros que van dejando atrás.

Un par de ratas corren de una alcantarilla a otra e interrumpen el paso de Soledad. Se abraza, afligida, a la pierna de su mamá. Ya no sabe si la piel de gallina se la produce ese sucio roedor que desfila frente a sus ojos o la comezón de la gorra de lana que no la deja tranquila.

Igual de aterradores le parecen un par de bultos que se mueven en la acera. Su miedo crece cuando su mamá la aparta bruscamente de ellos y la lleva hacia la mitad de la calle. “Son dos vagabundos”, le dice, pero Soledad no entiende lo que eso significa. A lo lejos alcanza a observar que son dos personas cobijadas debajo de unos cartones y que en lugar de almohadas, usan unos zapatos rotos.

Su mamá apresura el paso, al que se acopla la pequeña con algunos tropiezos. Casi corre en lugar de andar.

De repente, al eco de sus pasitos se le suma el sonido de otros, más pesados, más lentos. Soledad se inquieta y voltea a ver a todos lados, hasta que logra ubicar a una sombra que se aproxima detrás de ella. No se tranquiliza hasta que le pone nariz, ojos y boca al fantasma. Resulta ser el panadero, según dijo su madre. “Va a abrir su negocio”.

Esa distancia entre su cama y la estación del bus es espeluznante, eterna. Afortunadamente eso significa que va de camino a donde su abuela, quien vive lejos de la ciudad.

Una cuadra antes de llegar, se escucha la bocina del bus. A Soledad le dan ganas de correr para poder refugiarse de inmediato en cualquier sillón que le prometa transportarla a donde todo es más alegre y bonito.

Ya en la estación, aún faltan unos minutos de agonía: la pequeña se ve obligada a hacerse paso entre una multitud desordenada de adultos que intentan subir a la camioneta al mismo tiempo que ella. Nunca entenderá cómo tanta gente está despierta a esa hora.

Para evitar el tumulto, su mamá la sube a sus brazos y la mete al bus por una ventanilla. Le dice que no permita que nadie se siente con ella y desaparece entre la gente. A la par de la niña pasan señoras regordetas que le rozan la cara con sus delantales húmedos. Le golpean su cabeza, hombres con olor a sudor y tierra. La asusta un anciano de cara arrugada que apenas tiene fuerzas para subir su maleta al compartimiento. A Soledad se le nublan los ojos. Se limpia la nariz con el brazo derecho.

Minutos más tarde, ve subir a su mamá por la puerta del bus. La pequeña se pone de pie y ondea su mano sin parar hasta que por fin, su madre llega al sillón y se sienta a la par de ella. Soledad la abraza desesperadamente. Entonces, le quita la gorra de lana y le limpia su carita con ternura.
La niña suspira aliviada y sonríe al recordar que van a casa de su abuela. La idea de sentarse en su regazo, columpiarse en el palo de naranjas y correr hacia el río, la hacen olvidarse de esa tortuosa caminata hacia el bus.

Ahora puede retomar aquel sueño que dejó en su cama porque bastará un pestañazo para estar en un lugar que le asegura que todo estará bien, que la oscuridad se habrá terminado y que el sol está listo para acompañarla en sus juegos y travesuras.

Sólo espera que no se les ocurra a todos esos desconocidos que subieron al bus, ir también a la casa de su abuela. Ella quiere ser la única que le provoque carcajadas y la única en recibir la deliciosa melcocha vespertina.





Este cuento fue publicado en La Revista del Diario de Centroamérica de hoy.