domingo, 6 de febrero de 2011

Un largo regreso a casa

Durante la noche más larga del año, encerrado en la cabina de control de un puente levadizo, Hans se despidió del mar. Después de entregar más de la mitad de su vida al trabajo duro de 15 barcos camaroneros y ahora en un aburrido sendero marítimo, pensó que ya era suficiente. Ganó mucha sabiduría, pero también decenas de arrugas, una larga barba canosa y una red cargada de soledad y cansancio. Estaba por cumplir los 60 años.


Esa noche tuvo tiempo suficiente para planificar su vejez o su “retiro en tierra firme” como él prefería llamarlo. Se imaginó retornando a aquel molino de viento que lo cobijó en su infancia e inmediatamente se sintió invadido por el sonido de las aspas girando y por el sabor a vino caliente que le ayudaba a pasar el frío en esta época. La idea le pareció perfecta.


Estaba a sólo cuatro días de camino para hacer realidad su deseo. Bueno, en realidad a cuatro oscuras jornadas, pues aquí no se ve el sol en diciembre. Por eso Hans tiene la piel áspera y seca, pero ya está acostumbrado. Cuando terminó su turno se envolvió en el único abrigo que tenía, se acomodó el gorro de lana y emprendió el viaje de regreso a sus recuerdos. Caminó y caminó como hipnotizado por aquella imagen mental en la que se veía a sí mismo avivando el fuego dentro del molino y observando cómo caía la nieve desde la ventana de su cocina.


Probablemente esa fuerza que lo movía tenía que ver con la culpa. Su fascinación por el océano le había hecho dejar en último plano a sus padres y a su hermano menor. Desde que partió de casa les escribió únicamente un par de cartas. Ese remordimiento lo hacía sentirse obligado a volver. “No necesito equipaje”, pensó. “Ya llevo peso suficiente sobre los hombros”.


Cuando más ensimismado estaba en sus cosas, su pie derecho pisó algo que no era nieve. Se detuvo a escarbar, un poco malhumorado, pues casi se dobla el tobillo. Era una bota vieja. La examinó cuidadosamente y vio que estaba en buenas condiciones, mejores que las que llevaba puestas. “Si tan sólo estuviera la otra”, pensó. Y se dispuso a encontrarla.


Clavaba tan ansiosamente sus piernas dentro de esa helada blancura, que parecía estar cerca de algún tesoro escondido. Por un momento se veía gracioso, juguetón y más joven, hasta que por fin pisó algo que de nuevo estuvo a punto de doblarle el mismo tobillo. Era la otra bota. Procedió a quitarse las suyas y a ponerse estas nuevas. “¿Qué imbécil habrá tirado estas bellezas”, se preguntó. Y al cabo de un par de horas, los dedos de sus pies se sentían menos tiesos, más secos y un poco cálidos. Esto le ayudó a acelerar el paso. Sus pensamientos se volcaron sobre varias teorías acerca de la manera en que esas piezas de calzado habían llegado ahí, en la idea del destino y de cómo sus pies pasaron precisamente sobre ellas. Las nuevas botas cambiaron su estado de ánimo. Se sentía menos tembloroso, sus dientes dejaron de tronar. Además, según sus cálculos, estaba a mitad del camino.


A lo lejos, en un momento en el que el viento dejó de soplar, pudo distinguir a un grupo que avanzaba sobre caballos, pero cada vez se alejaban más de él. Esa fugaz imagen le recordó que por estos días, la cabalgata de Sinterklaas recorre hospitales, escuelas y orfanatos. Pensó que probablemente en ese grupo iba el famoso personaje infantil que reparte regalos e ilusiones. ¡Cómo había podido olvidarlo si le había hecho pasar los mejores años en su infancia! Hasta entonces vinieron a su mente los momentos en los que él y su hermano se sentaban cerca del fuego para escuchar las historias de sus padres acerca de este señor de barba blanca, cuyos ayudantes de piel negra lo acompañaban en barco desde España. Sintió una punzada en el corazón.


Un par de kilómetros más adelante, observó un trozo de tela que colgaba de la rama de un árbol seco, su color rojo sobresalía en medio de tanta blancura, por lo que no pudo evitar acercarse. Descubrió que era un abrigo largo, como de alguien corpulento y alto. En este momento pensó que la vida se estaba asegurando de que Hans llegara a su destino. Inmediatamente se lo puso y aunque el peso lo hizo tambalear un poco, sintió algo parecido a un abrazo. Este breve acercamiento al calor humano lo conmovió sobremanera. Durante todo el trayecto que le faltaba lo acompañó el llanto y a medida que avanzaba, también la sensación de perder peso, amargura y tristeza.


Cuando por fin empezó a acercarse a su pueblo, se emocionó al ver los molinos de viento girando rápidamente y sonrió al ver las chimeneas humeantes de los techos. Tuvo ganas de correr, hizo el intento, pero el movimiento brusco de sus piernas provocó un extraño sonido en su columna y perdió el equilibrio. Cayó sobre la nieve. Aunque su caída estuvo amortiguada por el abrigo, un toque eléctrico recorrió su espina dorsal y Hans no pudo levantarse. Entonces pensó que más bien la vida se estaba riendo de él.


Dos días después (o tal vez tres), cuando el invierno dio unas horas de tregua, un campesino que regresaba al pueblo encontró el cuerpo congelado y sin vida de Sinterklaas. Lo reconoció por el abrigo rojo, la barba blanca y las botas de piel, pero optó por dejar esta información oculta, pues no quería ser el responsable de arrebatar la única ilusión que mantiene vivos a sus vecinos en estos días tan fríos de fin de año.


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Este relato fue publicado en Magacín de Siglo Veintiuno, en diciembre de 2010.